miércoles, marzo 08, 2006

La rebelión de los parquímetros

DE toda la vida de Dios, sobre el SER se han escrito miles de tratados sin que a estas alturas del partido sepamos muy bien en qué consiste. Todo el mundo, a su manera, se ha preocupado del problema existencial: de la fruslería sartriana al argumento ontológico de Heidegger, del verbo de los poetas a la medicina más cartesiana, del irracionalismo de todas las religiones a la lógica aplastante del ciudadano común.
Pues ahora resulta que se trata del Sistema de Estacionamiento Regulado (en castellano corriente, parquímetros) que el Ayuntamiento de Madrid pretende extender, con la sutileza de un luchador de sumo, a algunos distritos de la capital hasta ahora exentos de este vasallaje. El procedimiento, de uso común en otras capitales y países, ha inflamado los ánimos de los vecinos de Carabanchel Alto, el Barrio del Pilar y Hortaleza hasta el punto de provocar una rebelión, más conocida como la revuelta de los parquímetros. De la manifestación, más o menos civilizada, se ha pasado a la guerra de guerrillas contra el instrumento en cuestión.
Las ansias recaudatorias de todos los políticos que en el mundo han sido, democráticos o no (caudillos, faraones, micados, trujillos y alcaldes varios), producen a veces justa cólera popular, que pierde su posible legitimidad cuando se convierte en vandalismo.
Madrid está levantada (y no parece sólo una metáfora) entre el tocapelotismo constante de los unos y la demagogia vocinglera e insustancial de los otros. Pero destruir parquímetros es como romper urnas, distintos ejemplos de la misma barbarie. Y jalear a los bárbaros, más que bufonesco se antoja gravemente irresponsable.
Volverán las elecciones, serenas, claras, a poner a cada uno en su sitio de la pequeña historia de los seres y enseres urbanos. Mientras tanto queda la protesta, el asociacionismo, el debate político... Los «hooligans» no son de aquí.
En medio de la encarnizada batalla civil y partidaria se sitúan los pobreticos parquímetros, víctimas del cesarismo de unos y de la brutalidad de otros. Ellos sí gozan de autoridad moral para rebelarse, como espartacos, contra el sinsentido.

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