jueves, febrero 23, 2006

Impuesto gorrillero

Explica el Diccionario de la Real Academia (DRAE, para los remilgados) que gorrilla es un «sombrero de fieltro que usan los aldeanos. Tiene la copa baja en forma de cono truncado y el ala ancha, acanalada en el borde y guarnecida con cinta de terciopelo». Hay que cruzar el Rubicón de la norma y trasladarse hasta un diccionario de uso para enterarnos que se trata de una «persona que se dedica a indicar a la gente dónde aparcar a cambio de una propina».
Primera lección (extrapolando, que es gerundio). Se pongan como se pongan los señores académicos, su magna obra está, al mismo tiempo, en los antípodas del sentido común y de la ortodoxia, en el justo centro de la nada.
El fenómeno sociológico de los aparcacoches espontáneos (en la gran mayoría acosadores e incluso yonquis) surgió en las zonas turísticas de Andalucía. No en vano, en Sevilla sitúa Cervantes su «Rinconete y Cortadillo», donde Monipodio, jefe del hampa local, recibía a rufianes de tres al cuarto para apadrinarlos en su ya famoso patio. El Don Pablos ideado por Quevedo también cometió fechorías en la capital del Guadalquivir.
Los tópicos son odiosos, como las generalizaciones, pero en muchos casos esconden una verdad relativa. Somos diferentes. Los gorrillas se han extendido por casi toda España, sobre todo en grandes urbes y lugares de interés turístico, pero por el momento Cataluña y País Vasco parecen la aldea de Astérix. Y de eso quiza se pueda sacar una segunda lección, a libre albedrío del consumidor...
Capítulo tercero. Algunos periodistas se inventan conspiraciones. Los más modestos se limitan a sacar de una chistera fantásticos reportajes. Aunque la información «verité» resulta pasada de moda, aún se pueden referir los sucesos que acontecen en la rue, como diría Juan de Mairena. Sábado. Zona monumental de Cuenca. El gorrilla de turno indica el lugar donde el coche del turista puede aparcar. Para ese viaje no hacían falta alforjas. Muy educado (nada que ver con el yonqui que la tarde anterior había insultado a una pareja por no darle «algo»), se descuelga con una solicitud casi nacionalista: yo valoro mi trabajo en quince euros. Y burla, burlando sale otra conclusión. El gorrilla es la metáfora del mundo en que vivimos, un planeta craquelado, envejecido moralmente...

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