jueves, noviembre 03, 2005

Del Estatuto y los pollos locos

El nacionalismo, como la vida, es una enfermedad que se cura con el tiempo, una pandemia sin otra vacuna que el sentido común. Una vez un iluminado exclamó que Serbia era toda tierra donde estuviera enterrado un serbio. No paró hasta incendiar las conciencias de las gentes. Amor sin límites, hasta el exterminio étnico. El corazón de Europa sufrió una sucesión de guerras civiles.
Ahora no se trata precisamente de eso, aunque algunos tribunos andan como pollos locos sin cabeza y no titubean en sacar del desván de la memoria el fantasma de la guerra del 36. Lo más terrible de la democracia es que los que no creen en la libertad (los hay en todas las orillas) utilizan las ventajas del sistema para exponer hasta la imposición su versión monocromática del otoño y de todas las cosas.
Las palabras pueden querer decir una cosa y la contraria. Nacionalistas se llaman los terroristas chechenos, los etarras, los del IRA... Patriotas se creen los insurgentes suníes en Irak y los palestinos que envían a sus hijos a hacerse explotar.
Mientras la palabra sea la única arma de futuro que alguien esté dispuesto a utilizar para defender su cosmovisión, por muy aldeana que sea, algo habremos ganado.Y de hecho hemos vencido. El pulso que el tripartito le está echando al Ejecutivo de la nación no está cimentado sobre la sangre de mil muertos, para vergüenza del plan Ibarretxe. El Estatuto catalán podrá parecer un desmadre, pero no está apadrinado por la mafia terrorista.
Lexicografía y semántica. «Parole, parole» decía una canción de la italiana Mina para referirse a los cantos de sirena de un amante que quiere reconquistar a su cansada dama. Ayer en el Congreso toda la música sonaba casi bien. Hasta la letra. Discursos juiciosos. Sensatos. Artur Mas, Manuela de Madre, Carod-Rovira, Zapatero, Rajoy... Todos aman a España y a Cataluña. ¿Entonces por qué no se ponen de acuerdo? Si Carod-Rovira es capaz de citar a Azorín y al ABC para argumentar que Cataluña es una nación, ¿cuál es el obstáculo para modificar el contrato que nos vincula a unos y otros? ¿No será que las palabras, además de sensibilidades y leyes, son capaces también de encerrar trucos, tratos y mentiras?

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